Como cada 1 de Diciembre

La vida es un accidente.
Un accidente tras otro.
Un diagnóstico positivo,
un resultado positivo en una prueba del vih,
te puede salvar la vida.
A mí me salvó la vida.
Me despertó.
Me desperté y me pregunté qué coño estaba haciendo con mi vida.

Tenía 20 años.
Tomé conciencia de mi propia mortalidad
y me desperté.

Buenos días.

Mi situación era doblemente privilegiada.
Una, por estar en esta parte del mundo.
Otra, porque dentro de esta parte del mundo,
no estaba extremadamente jodida.
Tenía amigos que sí lo estaban.
Yo tenía alternativas y las cogí.
Aunque no fue tan sencillo.

Las campañas del tipo póntelo, pónselo,
no sirven de mucho.
Las realidades de este mundo de celofán,
son mucho más complejas a poco que escarves.
Incluso para mí, que en un momento dado,
podía pertenecer al sector de la población a la que iban dirigidas,
no me sirvieron de mucho.
Bueno… de nada.
Para casi nadie que conozco.

En ese pequeño espacio privado que me queda, me salto las normas follo sin condón a veces, con condón otras. Hago lo que puedo, no soy una máquina.

Es la única campaña que consigo recordar siempre,
ésa y la del anuncio tan polémico de los condones en el colegio.

Y la del si-da, si-da, si-da, no-da, si-da…

El sida entró en nuestras camas bajo el lema ¡póntelo! ¡pónselo!
Obviando, por supuesto, la posibilidad del sexo entre mujeres,
hipervisibilizando y construyendo
toda una iconagrafía gay musculada de gimnasio,
y reafirmando la definición del sexo
como una polla que entra en un agujero.

Después el silencio,
el tabú de cuestionar el discurso del poder.
Un discurso impregnado de miedo y limitaciones,
de una sexualidad centrada en la penetración y el orgasmo,
de unas estructuras identitarias en las que nos encorsetamos
porque no somos capaces de ser sinceros ni con nosotros mismos,
porque estamos tan acostumbrados
a que nos digan qué pensar, qué opinar
que somos incapaces de reconocer nuestros propios deseos.

Durante tanto tiempo se ha negado a la mujer como sujeto que desea,
y se ha empapelado, ¡tantas veces ya!, la ciudad
con la mujer como objeto mudo de deseo,
que la foto que ilustra este post pasa facilmente desapercibida.

Yo soy esa bella mujer
que aparece vestida sólo con el lazo rojo solidario del sida
al viento, en la playa.

No hemos sido capaces de imaginar algo más patético.
La vida de verdad que a veces parece una broma, pero no lo es.

Como mujer seropositiva no renuncio al sexo
mi vida sexual es rica y sabrosa
me gusta el sexo, soy una girlswholikeporno.

Yo sólo sé que soy seronegativa, cuando voy a recoger las pruebas
y la certeza me dura siempre más bien poco
porque se me rompe un condón…
porque luego que si follo un poquito sin condón…
sólo un poquito por el culo…
y luego..
en fin, no quiero mirar a nadie.

El sexo como la enfermedad es otra parte del juego,
otra dimensión más de lo que se supone que es estar vivo.

El sida es una enfermedad más.
Bueno, es una enfermedad de las catalogadas como incurables más.
Es una enfermedad crónica, para toda la vida,
es una enfermedad infecciosa, no contagiosa como la gripe
y es una enfermedad de transmisión sexual.
Y aquí se destapa la caja de truenos.

Porque el sexo sigue siendo un terreno donde patinamos
que saca a la luz nuestros miedos y prejuicios,
nuestros silencios compartidos y consentidos,
que legitiman tantas veces la violencia y los abusos de poder.

El sida se metió en nuestras camas
y sacó a la luz pública
no sólo lo explícito de nuestras prácticas sexuales,
sino también todos sus fantasmas.

Las ampollas que explotaron con la crisis social que abrió el sida
se disolvieron en unas cuantas campañas de higiene pública ridículas
tipo ¡póntelo! ¡pónselo!
y sobre todo con la medicación,
que ponía nuestras culos a salvo.

Poner el culo a salvo es lo único que importa,
poner nuestras vidas a salvo aunque sean mezquinas y miserables
y aunque consientan con su silencio y sus privilegios
la miseria de tantas otras.

auditori cccb, 26 de noviembre de 2005

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